Al límite…

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Ya son más de 18 años siendo diabético, y eso a veces me lleva a pecar de orgulloso y creer que “me las se todas”, pero está claro que ni mucho menos. Sigo cometiendo errores de principiante, que al menos de nuevo se han quedado en un susto y una buena lección para el futuro, pero está claro que ni la diabetes ni la montaña se pueden tomar a la ligera. Nunca.

El domingo subimos a La Granja con la intención de hacer travesía, subir todo lo alto que pudiésemos y disfrutar de una bajada cargada de nieve. Con el colapso general de carreteras, gente y policía, tuvimos que aparcar en el propio pueblo y empezar la ruta desde allí. Si todo iba según los planes, iba a ser una paliza (no solo por la subida que nos esperaba, sino por la cantidad de nieve que había caído, que dificultaba mucho el subir abriendo huella y multiplicaba la paliza).

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Según subíamos no podíamos contener la emoción. Hacía mucho mucho tiempo que no veíamos una nevada de este calibre, y cuanto más alto estábamos, el espesor iba a más. Nos cruzamos con otro grupo de traveseros, pero en sentido contrario.

-“Qué, ¿Cómo está por allí arriba?

-“Bufff, nosotros nos hemos dado la vuelta, hay más de un metro por encima del Esquinazo”

¿Bromean? ¿Darse la vuelta? ¡Un metro de nieve casi al inicio de la subida es un aliciente!

Una vez sobrepasamos El Esquinazo, y a punto de empezar el punto con mayor inclinación por los arrastraderos, empiezo a sentir que ando algo justo de azúcar. Nos paramos, y al ir a echar mano de la bolsa de la comida, con bocata de jamón, pan tostado y aceite que había preparado por la mañana, caigo en la cuenta de que todo, absolutamente todo lo que tenía para comer, me lo he dejado perfectamente guardadito en su bolsa encima de la mesa de la cocina. Karma, mala suerte… no. ¡Error de bulto como una catedral! ¿Qué hubiese costado haber comprobado antes de empezar a subir si llevábamos todo lo necesario en la mochila? Y, en caso de haberme dado cuenta que me había dejado toda la comida, podríamos haber comprado en La Granja.

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Al remirar la mochila y no encontrar nada, con la cara blanca y acartonada, miro a mi compañero y le pregunto a media voz si el lleva algo de comer. Me dice que no, pero después de buscar en su mochila, encuentra un zumo con el que ni contaba y que a mí en ese momento me sabe a gloria. No nos queda absolutamente nada de comer para “por si acaso”, pero como en la caseta del Chozo siempre hay algo, tampoco habrá que darse la vuelta.
Pensando esto en voz alta, empezamos a subir el arrastradero. Voy abriendo huella, haciendo Z para subir, ya que con la inclinación y la carga de nieve que hay, es imposible subir en línea recta. La estampa del bosque se parece más a Canadá o Alaska que a lo que estamos acostumbrados por aquí. Casi ni hablamos de la emoción y no paramos de imaginar cómo será la bajada.

La fijación del esquí de mi compañero nos devuelve a la realidad. No hemos comprobado si iban bien reguladas y se le salta la bota. Hay que cerrarla y necesitamos un destornillador (otra cosa que ni por peso ni por tamaño hay excusa para no llevar en la mochila. 20 minutos después de probar con la arandela del llavero, las llaves del coche e incluso con la cremallera de los guantes, al más puro estilo McGyver, conseguimos apañarlo y nos cambia la cara. ¡Ya nada nos va a parar hasta llegar arriba! Nada nos va a parar… los próximos 100 metros. Una vez pasada la angustia después del lio de la fijación, según vamos subiendo, empiezo a notar de nuevo que voy justo de azúcar. “No puede ser, he tomado un zumo hace nada, he desayunado fuerte y me he puesto la mitad de insulina” “Va, venga, seguro que no es para tanto, yendo poco a poco no me bajará más y ya en el Chozo podré comer algo…” Después de un rato de intentar autoengañarme, paro y confirmo con una glucemia lo que me temía. No estoy bajo, estoy al borde de perder el conocimiento. 32mg/dl (teniendo en cuenta que el nivel normal está entre 80 y 120mg/dl…). A lo que hay que añadir que estamos en mitad del bosque, con más de un metro y medio de nieve y con una buena paliza física incluso para volver al bajar al pueblo de La Granja. 32… ¿Cómo narices voy a llegar? Ya quedaba claro que había que darse la vuelta sí o sí. El tema ahora era ser capaz de llegar. A mi compañero le vuelve a fallar la fijación, él va a tener que bajar andando y yo preparo el equipo para bajar mientras me concentro. Hay que ponerse en situación. No es solo bajada, hay que remontar un buen tramo desde el río y el pueblo está a más de 3 kilómetros, estamos solos en el bosque con más de metro y medio de espesor de nieve, por lo que moverse sin esquís o tabla es casi imposible. Menudo panorama, ¿eh?

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Tranquilidad. Eso lo primero Hay que intentar bajar el consumo al mínimo, empezando por no ponerse nervioso. En caso de hipoglucemia, el cerebro se ve privado de combustible, la glucosa, por lo que va bajando su actividad hasta que viene la pérdida de conocimiento. Noto perfectamente que la cabeza no me va bien, y, si me dejase llevar por el miedo, caería redondo. Me concentro a tope, focalizo toda mi atención y mi energía en llegar al pueblo. Tengo que hacerlo, sé que puedo. Poco a poco, tras preparar el material, empiezo a bajar, y tal y como me imaginaba no es tarea fácil. No tengo apenas fuerzas para moverme con fluidez, y la acumulación de nieve no me pone las cosas fáciles. “Poco a poco”, “Va, venga, otras veces has podido” “Dale, ánimo” No paro de repetirme mantras, de darme palmaditas en la espalda mientras me voy peleando la bajada. Cuando llego al río y me quito la tabla para empezar la subida, soy consciente que aún me queda un buen trecho, pero estoy muy cerca de llegar al Esquinazo, que es una zona con tránsito y sé que en caso de desmayarme, me encontrarían fácilmente.

Cada vez menos… No quiero ni imaginarme la cifra de azúcar que tendré ahora, solo pienso en que ya prácticamente solo me queda deslizarme unos cientos de metros hasta un bar y cargar las pilas. Cuando me quito la tabla, ya entrado en La Granja y me meto en el bar Castilla, me doy cuenta de que acabo de librar… Un muy buen susto y una puesta en mi sitio como hacía tiempo que no tenía. Por un lado, me siento orgulloso de cómo he sabido llevar la situación, sin perder los nervios y sabiendo gestionar las fuerzas, pero queda claro que he tenido un error de novato.